ACERCAMIENTOS Crónica de un poliedro. Sobre Los juegos y El gran solitario de Palacio | Jorge Jaramillo Villarruel


La extensa obra de René Avilés Fabila puede dividirse en tres grandes temas principales: el relato fantástico, el relato amoroso y la crítica política, aparte de su producción como periodista y sus libros de memorias. Estos tres géneros se encuentran y desencuentran constantemente, siendo difícil separar sus obras por su pertenencia a uno u otro de ellos. En esta oportunidad me interesa tratar el tema político, específicamente quiero hablar de dos novelas que abordan el tema desde perspectivas distintas: Los juegos y El gran solitario de Palacio.

Los juegos se publicó en 1967, y es un retrato satírico, es decir fiel a la realidad nacional, del panorama cultural y político de México en esos años previos a la matanza de estudiantes del 68. Es un paisaje esperanzador, pese a la decadencia social. Los jóvenes se reúnen alrededor de figuras políticas icónicas, como el Che Guevara y Fidel Castro, y tienen fe en la inminente llegada de un futuro mejor, un México de izquierda, una patria más libre.

En ese ambiente, la creación estética original se vuelve natural, los jóvenes crean obras contestatarias que pueden cambiar el destino de las letras, la alegría se respira en cada esquina, en cada rincón. Esto queda bien asentado en el párrafo inicial de la novela, donde un grupo de jóvenes se reúne prácticamente todos los días a jugar un juego inventado por ellos, al que han dado el nombre de “Párrafos Literarios”, que consiste en descubrir juntos la ficha bibliográfica de un libro, comenzando por la cita textual de algún párrafo de la obra, al que los demás jugadores van añadiendo datos, como el título, el nombre del autor, el año de edición, sus traductores, etcétera. Obviamente se trata de un juego elitista, al que sólo podían acudir (si esperaban tener un buen puntaje), personas con un bagaje cultural amplio. En otras palabras, esa felicidad, esa esperanza era una farsa, un simulacro, un juego para pasar el tiempo lejos de la fea realidad, ésa donde la pobreza abunda, los campesinos son asesinados, el gobierno restringe a los ciudadanos, los estudiantes son criminalizados por su activismo, las huelgas son reprimidas con violencia, en fin. El fantasma de Rubén Jaramillo sobrevuela estas páginas, a veces graciosas, a veces melancólicas, recordándonos que debajo de la chapa de oro, todo es más oscuro de lo que nos gusta suponer.

Tal era el panorama cultural de la nación, de algo tal vez libre y honesto, el sueño de la Revolución, que se iba convirtiendo en otra cosa, algo sólo para unos pocos, una comunidad excluyente, cuyos miembros decidían quién entraba y quién quedaba marginado, no sólo al grupo de “Párrafos Literarios”, sino a la vida cultural, política y económica del país. Y no ya a la ficticia, sino a la verdadera, a la que inspira esta obra. Digamos que Los juegos habla de ese aire de esperanza que se respiraba entonces, pero al mismo tiempo del tufillo a podrido que se podía percibir por lo bajo: “Nadie se aburría (…) Sin embargo, el divertimento empezó a corromperse (igual que todo en este país)”.

No es una exageración ni tampoco un despropósito afirmar que Los juegos es una reproducción fiel de la realidad de un país donde es imposible separar la cultura de la política, donde los gobernantes son autoritarios y asesinos, y el ejército, su mejor ficha; en un mundo así, los intelectuales veleidosos, de pseudoizquierda, de izquierda oficial, trabajan mano a mano con el gobierno, difundiendo la verdad oficial a cambio de prebendas (empleo bien retribuido y de poco trabajo, dice el diccionario María Moliner) y oropeles.

En un mundo así, los artistas no alineados (no alienados), se ven obligados a la clandestinidad, a sacar sus libros en ediciones de autor, a distribuirlos entre los cuates y camaradas; cuando tratan de introducirse al sistema cultural, con miras a mejores ediciones, a una mayor distribución de sus obras, a llegar a sus lectores más allá de sus fronteras personales, son humillados, se les prohíbe el acceso, y peor aún si sus obras son libres y, por lo tanto, opuestas al credo del régimen, subversivas, pues pueden terminar en la cárcel o exiliados. La única diferencia notable entre Los juegos y la vida real, es que ésta es mucho más sombría y nadie se ríe.

Uno diría que medio siglo después las cosas habrían cambiado. Uno diría eso si fuera un ingenuo. Antes bien, han empeorado. No hay programa cultural, sólo una simulación cínica dedicada a repartir riquezas entre “las cabezas bien pensantes”, como les llamaría Elena Garro, o sea los intelectuales oficiales. La población es cada vez más inculta, no existe un amor por los libros ni las obras de arte. Tal parece que fuera más razonable admirar a un futbolista sin cerebro o a una cantante sin ropa, que a un escritor o un pintor.

En 1967, año cuando se publica Los juegos, los diversos movimientos sociales, campesinos, estudiantiles, se alistan para enfrentarse al insostenible autoritarismo del PRI, representado por el injusto reparto de la riqueza económica y cultural. Los juegos, así, allana el camino para El gran solitario de Palacio, donde la esperanza, ese sueño utópico que parecía realizable, ya no tienen cabida. Todo va cuesta abajo. Si Los juegos era una divertida sátira, El gran solitario de Palacio es un retrato deprimente, un chiste de humor negro donde todos mueren.

En esta obra de 1971, René Avilés Fabila ya no trata de reproducir fielmente la realidad, ahora la inventa, porque como dice J.G. Ballard en el prólogo de Crash!: “la ficción está ahí, el trabajo del novelista es inventar la realidad”. Lo que quiere decir que no hace falta retratar la realidad con exactitud en una novela, trabajo por demás inacabable, sino que lo que cuenta, lo que tiene valor es describir el pensar y sentir de las personas involucradas en esa realidad. El gran solitario de Palacio no describe lo que es, sino lo que puede ser o pudo haber sido. No quiere decir esto que no se apegue con rigor a la realidad social, por supuesto que lo hace, mostrando el oficio no sólo de literato sino de periodista de nuestro autor, sólo que él no trascribe hechos verídicos como si fuera un trabajo periodístico ortodoxo (aunque también entra la cuestión de si el periodismo puede hacerlo, o es mayormente invención), la novela no funciona así, pero no por ello el discurso literario es menos válido.

Para ejemplificar esto, veamos de cerca al protagonista de esta escalofriante novela: es un hombre solitario en la inmensidad de su palacio, que trabaja como presidente, y al que llaman el Caudillo; se trata de un ser que cada seis años sufre una mutación, cambia de rostro, de nombre, de fisonomía, pero que sigue siendo el mismo, el jefe, el rey que gobierna este país desde las torres de marfil de su partido, el PRT, Partido de la Revolución Triunfante, que al igual que el PRI de Los juegos, hacia 1968 llevaba cinco décadas en el poder. Al igual que el presidente de carne y hueso, el Caudillo tenía rostro de simio, escasa cultura y una cabellera que era una fuente inagotable de caspa.

El gran solitario de Palacio es una alegoría, es decir una representación simbólica cuyo sentido auténtico es evidente y unívoco, quien la lea no tendrá duda de que el relato que se nos presenta es un testimonio veraz de la vida en México en 1968, alrededor de un momento que nadie olvida: La matanza de estudiantes en Tlatelolco, el día 2 de octubre, por orden, ¿quién se atreverá a negarlo?, del entonces presidente, el infame Gustavo Díaz Ordaz, responsable principal de estos hechos, pero no el único, pues también son responsables los medios oficiales de la época, el ejército, la policía, los intelectuales alineados y todos aquellos fieles que no hicieron nada, que ni siquiera denunciaron, que se quedaron callados y obedientes, llenando de aplausos las plazas públicas adonde el simio-presidente acudía a oficiar sus sermones, afirmando que todo está bien, hermanos, podemos irnos en paz.

Para dar cuenta de este momento histórico, cuando campesinos y estudiantes son asesinados a manos de su propio gobierno por sus actividades que intentaban “sacar al pueblo de su ancestral enajenación”, los medios convencionales no son suficientes. Los periódicos, los noticieros televisivos, la novela, la música de protesta, la poesía no son suficientes. Había que inventar nuevas fórmulas, y eso justamente es lo que hace René Avilés Fabila en ambos libros, fórmulas novedosas, ad hoc, para hablar del tema que le interesaba retratar: el de las mafias. La cultural, en Los juegos, y la otra, la que es aún peor, la mafia del poder político, en El gran solitario de Palacio.

Aunque se trate de fórmulas ad hoc, no debe entenderse por ello que son obras improvisadas o ingenuas. Son novelas iconoclastas, de esa clase pocas veces vista en un país donde para salirse de la norma los intelectuales acostumbran pedirle permiso a sus patrones, donde pocos se aventuran a hacer lo que su voz personal les dicta, por temor al rechazo y la incomprensión.

Ambas novelas están construidas en fragmentos, aunque El gran solitario de Palacio tiene una estructura un tanto más convencional, dividida en capítulos. En ambas obras, la narración salta de un punto del espacio-tiempo, a otro, para mostrarnos todos los ángulos posibles en el espacio limitado del libro, como sucede también en las pinturas cubistas de Picasso o los futuristas. Ello nos permite formarnos de una idea más amplia de la realidad.

Esta fragmentación también representa la diversidad de voces y posturas que se dan cita en los momentos históricos del país. Voces contradictorias, que rara vez se ponen de acuerdo, que se hallan en eterno conflicto. Tal y como sucede en las izquierdas mexicanas, donde cada grupo cree ser poseedor de la única postura válida, y pasa más tiempo desprestigiando a las otras izquierdas que luchando contra el enemigo común, quien tiene sólo una voz y rara vez entra en conflicto consigo mismo.

La lectura de Los juegos y El gran solitario de Palacio nos permiten dar cuenta de la visión política de René Avilés Fabila, el comunista, el libertario, pero sobre todo el ácrata auténtico. Si no tuvieran los méritos literarios que tienen, estas dos novelas serían tremendos manifiestos anarquistas, pues al ridiculizar cualquier forma de autoridad, política o cultural, al cuestionar los valores convencionales, devuelve al lector a la posición del ser ingobernable, de no permitir que nadie le diga qué hacer, de la desobediencia y la libertad. Y no del caos, la destrucción sin sentido y el desorden por sí mismo, como han querido ver al anarquismo las mentes obtusas y manipuladoras.

A varias décadas de haber aparecido, las obras seminales de René Avilés Fabila siguen siendo tan incendiarias y frescas como en el momento de ser escritas, y sus obras más recientes siguen fieles a sus ideales sociales, políticos y estéticos. Vale la pena asomarse a estas dos novelas, más ahora, con la gestación de nuevos movimientos sociales y campesinos. El panorama nacional contemporáneo es muy similar al que está presente en Los juegos, confiemos en tener la suficiente sensatez para que esto no acabe como en El gran solitario de Palacio. Ya se ha esparcido demasiada sangre en México, ya viene siendo hora de comenzar a esparcir arte, cultura y conocimiento.

JORGE JARAMILLO VILLARRUEL (Ciudad de México) colaboró en Bolivia tres punto cero con ficciones quincenales, y ha publicado cuentos y artículos en diversos medios, digitales e impresos. En 2014 publicó su la novela dadaísta, Los elefantes son contagiosos (BUAP) y en 2016, los libros de cuentos El país de noviembre y Amor y Cohetes. Forma parte de The best of spanish steampunk (Nevsky) y Alebrije de palabras (BUAP), entre otras compilaciones. Su blog es amorycohetes.wordpress.com, y también está en Twitter, vía @UnEteronef.

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