BLANCO Sombra adentro: Las hormigas saben a dónde van, de Arbey Rivera | Daniel Medina


En su Libro de quizás y de quién sabe, Eliseo Diego escribe: “Negra, precisa, delicada, allí quedó la hormiga en el ámbar y, a la vuelta de veinte millones de años, aquí está ahora como un trocito congelado de qué tiempo increíblemente remoto.”, y pienso en estas líneas como una especie de condensado de lo que ofrece la lectura de Las hormigas saben a dónde van (Lengua de colibrí, 2016), del poeta chiapaneco Arbey Rivera.

A manera de instantáneas, los treinta poemas que conforman este libro van articulando un paisaje gris donde la ceguera y la incertidumbre juegan un papel fundamental. Tenemos una pregunta siempre sucediendo, un único poema que se construye en pequeños movimientos que poco a poco van revelando una luz al final del camino, una luz que es eso: solamente el vocablo luz, ya que, como señala Luis Armenta Malpica en el prólogo, no es menester hallar mensajes en estos versos. Sin embargo, la enorme efectividad de estas hormigas radica en sus múltiples lecturas y en la relación de palabras que van uniéndose y contrastándose a lo largo del libro; en la naturaleza que parece girar alrededor del hombre –del poeta– y éste, como buen cantor, no hace otra cosa que ser un vehículo para las palabras del viento y de la tierra:

XXIV
Detrás de los muros se derrite
la lluvia. En la ventana canta la
luz su amor al relámpago, su
nostalgia escondida.

Además de esta comunión tan necesaria, Arbey Rivera escribe una especie de revelaciones personales, de apuntes íntimos que describen su relación con la sombra –lo indecible– y esas pequeñas luces intermitentes que permiten ver algo tras la negrura:

XVI
La muerte, como buena sombra,
también es un relámpago que
cae en el centro de la bruma.

Curioso es, sí, que en el libro se construye un discurso poco pretencioso, un discurso que no quiere ser una verdad, que –como recordamos líneas arriba– no quiere dejar enseñanzas sino escribir la contemplación, el caminar de las hormigas en un muro y, sobre todo, la real apreciación de estos pequeños insectos que no hacen más que andar, cosa que para nosotros, seres que buscan certidumbres todo el tiempo, resulta intrigante: Rivera no hace otra cosa que escribir esas preguntas. Acto terriblemente poético y humano. Hay que destacar la hermosa presencia del fuego en estos poemas, con la que el autor logra poderosos textos, elemento que no es más que otra forma de la luz, de la verdad imposible:

XVIII
Las cenizas deliberan el amor
que aquí pasó alumbrando
habitaciones en momentos
oscuros; soy un niño de ceniza
entre la bruma. No encuentro
la ciudad del fuego.

VI
Vine a este lugar
a dar mis ojos
en la contemplación de las sombras
para entender el fuego;
El juego de la luz
que manipula el hombre.

En su libro anterior, Volver a Ítaca (CONECULTA-Chiapas, 2014), los poemas parecían encadenarse y, en el acto, repelerse. Sucedía algo que no permitía concretar una lectura llenadora: la extensión y el variado registro de los poemas, considero. Pero el libro que tratamos ahora, este hormiguero profundísimo, contiene sólo aquello que Volver a Ítaca poseía en sus mejores páginas: una escritura fresca y sin tapujos, con claros conocimientos de una tradición, un legado poético que permite al escritor andar junto a sus hormigas con una sencillez tremenda, delicada y precisa –retomando, claro, las palabras de Eliseo Diego–.

Este libro obtuvo el Premio Nacional de Poesía Ydalio Huerta Escalante 2015

DANIEL MEDINA (Mérida, Yucatán, 1996) es autor de Mímesis para gusanos (2015) y Casa de las flores (2016). Poemas suyos figuran en la antología Karst. Escritores de la península yucateca en 2016, compilada por Adán Echeverría y Mario Pineda; así como en diversos medios digitales e impresos como Blanco Móvil, La Gualdra (Suplemento cultural de La Jornada Zacatecas) y Parteaguas. Recibió el Premio Nacional de Poesía Joven Jorge Lara 2014 y una Mención de Honor en el Premio Internacional Caribe-Isla Mujeres de Poesía 2015. Escribe en el blog ensayoprimitivo.blogspot.com

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